martes, 18 de diciembre de 2007

Una Navidad Literaria

Me pareció una buena idea, teniendo en cuenta la temática del Blog, recrear la Navidad desde distintos textos literarios (cuentos, fragmentos de novelas, poesías, ensayos, microrelatos,etc) que hagan mención a ella.
La selección de los textos es totalmente caprichosa, teniendo como única condición la mención a dicha celebración Cristiana( y también pagana, hecho que podemos señalar teniendo en cuenta la exaltación de aquel personaje regordete del Jo-jo-jo, la masiva afluencia a los shoppings y demás centros comerciales, la profusión de arbolitos sintéticos, adornos luminosos y alimentos saturados en azúcar y grasas... para regocijo de los comercios, tarjetas de crédito y demás entidades con fines de lucro, y para desconsuelo de ciertos sacerdotes que aún esperan, nostálgicos, el incremento en la asistencia a las misas dominicales).
Si alguien quiere colaborar con esta nueva iniciativa, puede hacerlo enviándome su aporte a veronikamortissandi@gmail.com

Empiezo mi caótica selección con un relato poético del escritor galés Dylan Thomas(1914-1953), aquel que inspirara al mítico cantante-poeta Bob Dylan; célebre por la intensidad de su lenguaje poético, generoso en alegorías y simbolismos.



"El Árbol" (1934)


Sobre la casita que a distancia se encaraba con las colinas de Jarvis, se alzaba una torre donde anidaban los pájaros mañaneros y en torno a la cual merodeaban de noche las lechuzas. Desde el pueblo se divisaba en el ventanuco de la torre una luz como de luciérnaga detrás de las vidrieras.
Pero el interior del cuartucho sobre el cual hacían su nido los gorriones pocas veces estaba iluminado; de sus techos descacarillados pendían telas de araña, se dominaban desde él veinte millas a la redonda y sus rincones polvorientos con huellas de pezuña albergaban algún secreto.
El niño conocía la casita palmo a palmo, conocía los irregulares arriates y el cobertizo repleto de flores que desbordaban los tiestos, pero no lograba hallar la llave que abriera la puertecilla de la torre.
La casa cambiaba a vaivén de su capricho y los arriates podían tornarse mar, ribera o cielo. Cuando un arriate se convertía en una triste milla marina y él cruzaba navegando una superficie quebrada bajo las olas, del cobertizo surgía el jardinero como en un feraz islote de matorrales. También el jardinero, asido a un tallo, se hacía a la mar. A horcajadas de una escoba podía volar hasta donde el niño quisiera. El jardinero conocía todas las historias desde el principio del mundo.
-Al principio había un árbol-decía.
-¿Cómo era el árbol?
-Como aquel donde está silbando el mirlo.
-Es un halcón, es un halcón- exclamaba el niño.
El jardinero levantaba la vista hacia el árbol y veía un gigantesco halcón emperchado sobre una rama o un águila que se mecía al viento.
El jardinero amaba la Biblia. Cuando el Sol declinaba y el jardín se llenaba de gente, solía sentarse en el cobertizo a la luz de una vela y leía el pasaje del primer amor y la leyenda de la manzana y la serpiente. Pero lo que más le gustaba era la muerte de Cristo en un madero.En torno a él, los árboles formaban un cerco, y los tonos de sus cortezas y el fluir escondido de la savia por sus raíces le anunciaban el paso de las estaciones. Su mundo se tornaba y cambiaba al ritmo con que la primavera mudaba la desnudez del ramaje. De aquella tierra en forma de manzana nacía su Dios como un árbol echando en los brotes a sus hijos que las brisas invernales arrastraban a la deriva. El invierno y la muerte se movían en el mismo viento. El jardinero, sentado en un cobertizo, leía la historia de la crucifixión, mientras contemplaba los tiestos en el alféizar las noches de invierno. En noches así solía pensar que el amor no era nada y que muchos de sus hijos se tronchaban.
El niño transfiguraba los arriates en sus juegos. El jardinero le llamaba por el nombre de su madrey, sentándoselo sobre las rodillas, le contaba las maravillas de Jerusalén y el nacimiento en un pesebre.
-En el principio era la ciudad de Belén- le susurraba al niño antes de que la campana del crepúsculo le reclamase al té.
-¿Dónde está Belén?
-Muy lejos- decía el jardinero- Hacia el Este.
Al Este se alzaban las lomas de Jarvis, ocultando el Sol, al tiempo que los árboles levantaban de entre las yerbas la Luna.
El niño estaba en la cama. Contemplaba su caballo balancín y quiso tener alas para, montando en él, surcar los cielos de Arabia. Pero los vientos de Gales batían contra los visillos y subía un cri-cri de grillos desde la sucia parcela que había bajo la ventana. Sus juguetes estaban muertos.
Se puso a llorar y luego lo dejó al no saber la razón de sus lágrimas. La noche era ventosa y fría, se encontraba calentito entre las sábanas, la noche era inmensa como el monte y él solo era un niño en su cama.
Cerró los ojos y vio una cueva más profunda que la oscuridad del jardín donde el primer árbol que había soltado imposibles pájaros se erguía solitario con un fulgor de fuego. Se escaparon lágrimas de sus párpados y pensó que el primer árbol estaba plantado muy cerca de él, como un amigo en el jardín. Saltó de la cama y se acercó de puntillas a la puerta. El caballo balancín se columpió sobre sus muelles y el niño, sobresaltado, se escurrió sigilosamente y volvió al lecho. Miró al caballito y estaba inmóvil. Volvió a levantarse otra vez, avanzó de puntillas sobre la alfombra, alcanzó la puerta, dio una vuelta al picaporte y escapó a todo correr. A ciegas, subió hasta el final de las escaleras, ya arriba, contempló los oscuros escalones que llegaban hasta la puerta de entrada, vio cómo una hueste de sombras se revolvía por los rincones y al oír sus sinuosas voces, imaginó las cuencas de sus ojos y la delgadez de sus brazos caídos. Eran sombras pequeñas, secretas y sin sangre, surgidas de invisibles armaduras y envueltas en cendales de tela de araña. Le tocaron en el hombro y le hablaron al oído en un susurro. Corrió escaleras abajo: ni una sombra en la entrada y los rincones vacíos. Extendió la mano, acarició la oscuridad, y creyó sentir que una seca cabeza de terciopelo se le escurría por entre los dedos rozándole las uñas como una bruma. Pero no había nadie. Abrió la puerta y las sombras se precipitaron en el jardín.
Una vez en el sendero, sus temores le abandonaron. La Luna se había posado sobre los matorrales y la escarcha se extendía por la hierba. Llegó al término del sendero hasta el árbol iluminado más viejo aún que la luz con un hervor de bichos bajo la corteza y las ramas saliéndole como brazos helados de mujer. El niño tocó el árbol, éste se dobló a su tacto. Y una estrella que brillaba en el cielo más que ninguna se quemó sobre la torre de los pájaros con un fulgor que no alcanzó a alumbrar más que las deshojadas ramas, el tronco y las inquietas raíces. El niño de dirigió hacia el árbol sin vacilar. Rezó frente a él sus oraciones, arrodillado sumisamente sobre la ennegrecida leña que el viento de la noche había arrastrado. Y entonces, temblando de amor y de frío, volvió a correr entre los arriates de nuevo hacia casa.

Al Este de la comarca vivía un tonto que vagabundeaba por aquellos parajes, alimentándose del pan que le daban de limosna en las granjas. En cierta ocasión el párroco le había regalado un traje que cubría desmañadamente su escuálida figura y flotaba en el viento al pasar por los campos. Tenía los ojos tan abiertos y tan limpio el cuello que nadie podía negarse a sus súplicas. Y si pedía agua, leche le daban.
-¿De dónde eres?
-Del Este- decía.
Todos sabían que era un tonto, y le daban de comer por limpiar los jardines. Una vez, al clavar el rastrillo en el estiércol, oyó que del fondo de su corazón subía una voz. Echó mano de un montón de heno, atrapó un ratón, le hizo una carantoña en el hocico, y lo dejó escapar.

Todo el día estuvo el niño pensando en el árbol, le acompañó en sus sueños toda la noche, mientras la Luna se alzaba sobre los campos. Una mañana, a mediados de Diciembre, cuando el viento batía la casa desde las colinas más remotas y cuando aún la nieve de las horas oscuras blanqueaba los tejados y la hierba, salió corriendo hacia el cobertizo. El jardinero andaba componiendo un rastrillo que había encontrado roto. Sin decir una palabra, el niño se sentó a sus pies sobre un cajón de semillas y se quedó mirándole coser los dientes del rastrillo. Le pareció que nunca lo lograría con aquel alambre. Observó las botas del jardinero, húmedas de nieve, las rodilleras de sus pantalones, los botones desabrochados de su zamarra y los pliegues de la barriga que se adivinaban bajo una remendada camisa de franela. Miró sus manos ocupadas con los dorados nudos del alambre, eran unas manos toscas, pardas: había bajo sus rotas uñas manchas de tierra y en la punta de los dedos un amarilleo del tabaco. El rostro del jardinero tenía una expresión decidida mientras pasaba el alambre por entre los dientes del rastrillo, presintiendo que se iban a desprender del mango. Al niño le impresionaron la fuerza y la suciedad del viejo, pero, al mirarle la larga y espesa barba blanca e impoluta como la nieve, recuperó en seguida la confianza. Era la barba de un apóstol.
-Le he rezado al árbol- dijo el niño.
-Reza siempre a los árboles- dijo el jardinero, que pensaba en el calvario y en el paraíso.
-Le rezo al árbol todas las noches.
El alambre se escurrió por entre los dientes del rastrillo.
-Le he rezado a aquel árbol.
El alambre se rompió en un chasquido.
El niño, levantando el dedo por encima del invernadero señalaba el árbol que, a diferencia de los demás del jardín, no tenía huellas de nieve.
-Es el árbol mayor- dijo el jardinero, y el niño, ahora encaramado en el cajón, gritó con tanta fuerza que el malparado rastrillo cayó al suelo con estruendo.
-Es el primer árbol, el primero de que tú me hablaste. Al principio había un árbol, dijiste. Yo te oí.- exclamó el niño.
-El mayor es tan bueno como los demás- dijo el jardinero con voz condescendiente.
-El primero de todos los árboles- murmuró el niño.
Reconfortado de nuevo por la voz del jardinero, le dirigió una sonrisa al árbol a través de los cristales, y el alambre volvió a escurrirse del rastrillo roto.
-Dios crece en los árboles raros- dijo el viejo- Sus árboles vienen a extraños parajes a descansar.
Y mientras el jardinero desplegaba la historia de las doce estaciones de la cruz, el árbol agitaba sus ramas como saludando al niño.
De los negros pulmones del jardinero surgió una voz de apóstol.
-Le ayudaron a subir al árbol y le pusieron clavos en la tripa y en los pies. La sangre del Sol de mediodía, sobre el tronco del viejo árbol, teñía su corteza.
Desde las colinas de Jarvis, el tonto contemplaba el valle impoluto en cuyas aguas y praderas las brumas se levantaban y perdían. Vio que el rocío se deshilachaba, que el ganado se miraba en los arroyos y que las ocsuras nubes huían del rumor del Sol. Sobre los bordes de un cielo transparente apareció el Sol como un caramelo en un vaso de agua. El tonto sintió hambre cuando las primeras gotas invisibles de lluvia cayeron en sus labios, tomó en las manos unas briznas de hierba y, después de probarlas, le pareció notar su verdor en la lengua. Había luz en su boca y la luz era rumor en sus oídos: todo el valle era un dominio de luz. Ya conocía las colinas de Jarvis, por encima de las laderas del contorno se erguían sus perfiles, podían distinguirse a millas y millas de distancia, pero nadie le había hablado nunca del valle al que se abrían las colinas. Belén, gritó el tonto al valle, meditando el sonido de las palabras e infundiéndole toda la gloria de aquella mañana galesa. Se sintió hermano del mundo que le rodeaba, aspiró el aire igual que un recién nacido abraza y absorve la luz. La vida del valle de jarvis que era un vapor que ascendía de aquel cuerpo de árboles y prados y de aquel manojo de arroyos le prestaba sangre nueva. La noche le había secado las venas y el amanecer del valle le devolvía la sangre.
-Belén-dijo el tonto al valle.
El jardinero no tenía nada que darle al niño, así que, sacándose una llave del bolsillo, le dijo:
-Esta es la llave de la torre. El día de Nochebuena te abriré sus puertas.
Antes de oscurecer, el niño y él subieron las escaleras de la torre, metieron la llave en la cerradura, y la puerta, como la tapadera de una caja secreta, se abrió a su paso. El cuarto estaba vacío.
-¿Dónde están los secretos?-preguntó el niño, mientras contemplaba las enmarañadas vigas, las telarañas de los rincones y las vidrieras emplomadas.
-Basta con que te haya dado la llave- dijo el jardinero, que creía que en su bolsillo, junto con plumas de aves y semillas, se escondía la llave del Universo.
Como no había secretos, el niño se puso a llorar. Exploró una vez y otra la estancia vacía, pateaba el polvo tratando de hallar alguna disimulada trampa y golpeaba con los nudillos las desnudas paredes en busca de la hueca voz del cuarto que pudiera haber más allá de la torre. Pasó la mano por las telarañas de la ventana y através del polvo divisó la nieve de Nochebuena. Un mundo de colinas se escalanoba hasta el compás del cielo y cumbres que el niño nunca había visto alargaban los brazos a los copos de nieve. Se extendían ante é peñas y bosques, anchos mares de tierra estéril y una marea nueva de cielos barriendo las negras playas. Hacia el Este, sombras de criaturas inefables y una madriguera de árboles.
-¿Quiénes son aquellas?¿quiénes son?
-Son las colinas de Jarvis- dijo el jardinero-, que han estado ahí desde el principio.
Tomó al niño de la mano y lo apartó de la ventana. La llave volvió a introducirse en la cerradura.
Aquella noche el niño durmió bien, había una fuerza especial en la nieve y en la oscuridad, una música inalterable en el silencio de las estrellas y un silencio en el viento veloz. Belén estaba más cerca de lo que él esperaba.

La mañana de Navidad el tonto entró en el ajrdín. tenía el pelo húmedo y los zapatos nevados, rotos y enfangados. Cansado del largo viaje desde las colinas de Jarvis y desmayado de hambre, se sentó junto al viejo árbol hasta donde el jardinero había arrastrado un tronco. Entrelazó los dedos, mirando los desolados parterres y las malas hierbas que creían en lso bordes del sendero. Por encima de un alero rojo sobresalía la torre como un árbol de piedra y cristal. Se subió el cuello del abrigo, pues un viento fresco golpeaba el árbol, se miró las manos y vio que rezaban. Entonces el miedo del jardín vino sobre él, los matorrales se habían vuelto enemigos y los árboles, en avenida hasta la verja, levantaban sus brazos pavorosamente. Mirando a las colinas el lugar parecía esatr muy alto; desde el temblor de los penachos de una nueva montaña, parecía en cambio, estar muy bajo. El viento soplaba aquí con fuerza rasgando rabiosamente el silencio, arrancando de las ramas viejas una voz judía. El silencio latía como un corazón. Sentado ante las crueles colinas, oyó una voz que desde su interior clamaba:
-¿Por qué me trajiste aquí?
No pudo decir por qué había venido, le habían dicho que viniera y alguien le había guiado, pero no sabía decir quién. De los arriates surgió una voz y empezó a diluviar.
-Dejadme- dijo el tonto, volviéndose contra el cielo-. Tengo lluvia en la cara y viento en las mejillas.- Y abrazó la lluvia.
Allí lo encontró el niño, al amparo del árbol, soportando la tortura del tiempo con divina paciencia, con una triste mueca de sonrisa en los labios y el cabello desaliñado al viento.
¿Quién era aquel extraño?. Tenía fuego en los ojos y el cuello desnudo bajo el abrigo, pero sonreía sentado contra el árbol el día de Navidad.
-¿De dónde has venido?- preguntó el niño.
-Del Este- respondió el tonto.
No le había engañado el jardinero y la torre tenía un secreto. El árbol raído que relucía en la noche era el primero de todos los árboles.
Y volvió a preguntar.
-¿De dónde has venido?
-De las colinas de Jarvis.
-Pónte de pie contra el árbol.
El tonto, sonriendo todavá, se levantó y reclinó la espalda contra el tronco.
-Pon los brazos así.
El tonto extendió los brazos.
El niño escapó corriendo hacia el cobertizo, y al llegar a los arriates empapados, vio que el tonto no se había movido, que todavía seguía allá, con la espalda contra el árbol y los brazos abiertos erguido y sonriente.
-Déjame atarte las manos.
El tonto sintió cómo el alambre inútil del rastrillo ceñía las muñecas, se le clavaba en la carne, y la sangre de las heridas manaba brillante y caía sobre el árbol.
-Hermano- dijo. Y vio que el niño sostenía en la palma de la mano unos clavos de plata.


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